jueves, 21 de mayo de 2009

El graznido


Hace unos años se habló mucho del suceso de los tropocientos mil patos de goma arrojados al océano y que navegaron miles de millas antes de amenizar las playas donde se ruedan los anuncios de coches. Botas del ejército japonés hundidas quién sabe si en algún desgraciado transporte de tropas rumbo a las Filipinas fueron encontradas en Chile años después de la Segunda Guerra Mundial.

Anécdotas estultas que nos ocultaban el aspecto más inquietante de la realidad: que arrojábamos demasiadas cosas al oceáno, y que éste nos acabaría devolviendo el favor.

El monstruo fue divisado por primera vez desde el aire, a unas treinta millas de la bocana de la Bahía de Tokio. Fue tomado al principio por algún tipo de cetáceo de improbable color amarillo debido a quién sabe qué efecto de reflexión solar, o tal vez un submarino de recreo. Se apreció todo su tamaño cuando lo que aparentaba ser su flotar perezoso le llevó frente a los muelles de Shinagawa: el agua parecía llegarle sólo a la cintura, pese a que la Bahía de Tokio es especialmente profunda.
Al principio se dudó incluso de que tuviera patas, y se pensó que simplemente flotaba en el agua como un objeto inerte, una construcción artificial, enorme y excéntrica. Las multitudes acudieron a verlo a la orilla, los helicópteros de los principales periódicos lo rodearon, y también algunas embarcaciones de recreo. Imprudentes, confiados, engañados por las apariencias. Era enorme, pero en la tierra del millón de mascotas sonrientes, nadie podía desconfiar de un pato de goma amarilla, aunque midiera sesenta metros de pico a cola, aunque pesara treinta mil toneladas, de un pato de ojos alegres y redondos, de dulce sonrisa en el pico redondeado.
El pato se acercó perezosamente a los muelles, y entonces se irguió en toda su magnitud. Sus patas, hasta entonces invisibles, emergieron del agua con la brusca determinación de dos grandes submarinos nucleares, y con parecidos color y forma: no eran del cálido color naranja que sin duda hubiera indicado unas intenciones amistosas, sino de un siniestro color oscuro humedecido de brillos siniestros. La gente, en un chillido de pánico, descubrió demasiado tarde que aquellas patas estaban calzadas con feas y sólidas botas de estilo militar y del tamaño de edificios, de aspecto exterior similar al cuero, pero un cuero tal vez mutado por la radiación, sólido y duro como el acero, dos botas de hierro que se disponían a aplastar a la multitud con evidentes malas intenciones.
Los chillidos de los niños, de las madres y de los vendedores ambulantes se elevaron en el aire en un horrible gemido que pudo oírse más allá del confín de la gran megalópolis. Las sirenas de los bomberos, la policía y las ambulancias se les unieron en un agudo ulular, una inútil petición de auxilio, un lamento fúnebre por la ciudad y toda una serie de imágenes floridas manque tristes dignas de la prosa de Ray Bradbury, pero ningún estruendo humano podía mantenerse mucho tiempo ante el clamor que propalaban las fauces de la bestia, un ominoso graznido que, para mayor espanto, parecía contener en su seno, deformadas y grotescas, algunas expresiones del habla humana.
Y la bestia graznó, y dijo:
"Cuá, cuá, soy un pato
nado, ando, aplasto y mato
cuá, cuá, soy un pato
piso caras, piso platos
piso niños, boniatos
y centros de bachillerato"

Con este grito que nos heló a todos la sangre en las venas, la criatura comenzó a andar por los terrenos de la Universidad de Tokio sin que nada detuviera su furia. En las calles que separaban el campus de los jardines imperiales se había dispuesto apresuradamente un cinturón de defensa con artillería, carros de combate y lanzamisiles. Cuando la bestia salió a zona despejada, comenzó el bombardeo.
Los obuses y misiles parecían explotar en el suelo, o en el aire ante él, sin causarle daño. En unos segundos una densa nube de humo nos veló casi completamente la visión de su gigantesca silueta, pese a lo cual los cañones sigueron disparando con una cadencia monótona entre un estruendo ensordecedor que, de repente, pareció desvanecerse como un murmullo cuando, otra vez, la bestia volvió a hacer oír su titánica voz:
"Cuá, cuá, soy un pato
he chafado el Decanato
Cuá, cuá, soy un pato
tantos tiros me dan flato
y yo escupo perborato
cuando no hay bicarbonato"

La criatura comenzó a lanzar burbujas de jabón de aspecto engañosamente inofensivo contra las fuerzas de autodefensa. Lo que parecían pequeñas y gráciles esferas flotaron delicadamente hacia las colinas donde estaban nuestras posiciones, agrandándose a nuestros ojos a medida que se acortaba la distancia, hasta adquirir proporciones gigantescas, tan grandes, tan nutridas, que incluso transparentes nos velaban la luz del sol. La espuma de los detergentes que tres generaciones de imprudentes humanos arrojamos al océano nos fue devuelta, mutada también de forma siniestra. Los servidores de los cañones, los tripulantes de los tanques fueron sofocados en aquella blanca mortaja de gel que anegó las trincheras y los habitáculos. Pese a que los corresponsales no nos sentimos obligados a guardar la posición hasta el último momento, pocos pudimos escapar de allí con vida, gracias a los azares del viento y de la orografía.
Abrigado por una manta junto a un centro de control móvil, vi al general Haranochi dar la orden que todos temíamos. Una detonación nuclear hubiera causado más daños que los que podíamos esperar del mismo monstruo, pero ya se habían evacuado todas las prefecturas del norte y el oeste a las que parecía encaminarse aquel Ser: muy pronto sus inmensos pasos le llevarían a una depresión del terreno que contendría la difusión el gas y los agentes químicos que eran nuestro último recurso.
La aviación comenzó a lanzar los proyectiles de gas venenoso y distintas variedades de disolventes químicos susceptibles de alterar aquel extraño tejido amarillo brillante de apariencia de goma, en gas, en líquido, en aerosol, y en minas especiales de gel sólido que sublimaría al ser aplastado por aquellas espantosas botas negras del tamaño de barcos. Los helicópteros y cazabombarderos evolucionaban con cuidado, intentando esquivar las mortíferas pompas de jabón que se les aproximaban con engañosa lentitud. Algunos no lo consiguieron. Un F-16 en labores de apoyo electrónico se le caló el motor y tras un corto vagar errático se estrelló en pleno aire contra la barrera invisible que protegía el frontal del monstruo en un diluvio de llamas.
Pero esta vez pareció que el ataque había alcanzado algún éxito: las minas de sublimación bajo las botas del monstruo lanzaron al aire una nube que aquel campo de fuerza pareció contener donde más daño podía hacerle, y entre la nube opaca creímos ver que la brillante película amarilla que era su piel mostraba evidentes erosiones, pequeñas a simple vista, pero cada una de ellas de un tamaño real equivalente al de un automóvil, y los ojos redondos y azulados de irónica expresión inocente estaban bañados en burbujas que tal vez fueran lágrimas.
Pero la bestia no detuvo su camino, y de nuevo dejó oir su voz en un horrible estruendo:
"Cuá, cuá, soy un pato
he pisado un bote chato
Cuá, cuá, soy un pato
me han duchado con nitrato
y aunque bombardee la NATO
yo no tengo mucho olfato"

Siguió andando impasible, envuelto en el humo tóxico, dejando un rastro de destrucción a través de toda la ciudad, hacia los bosques de Nishitama, donde al caer la noche se le perdió el rastro. Fue imposible precisar si escapó de alguna manera, tal vez sumergiéndose en algún lago o río de aquella región montañosa, y volvió al agua de la que salió, o si aquella capa indisipable de agentes químicos que le acompañaba causó, en definitiva, su disolución. Las huellas que arrasaron un largo corredor a través de las casas y las calles de la ciudad parecieron perder peso al llegar a tierra silvestre, y no se informó de árboles arrancados o desplazados ocasionados de forma clara por aquella intrusión y no por el tifón que golpeó el área dos días después, que tal vez contribuyó a borrar sus huellas y lavó, de nuevo hasta el mar, los productos químicos y la capa de jabón espumoso que se habían diseminado por toda el área de la batalla.
Los daños han sido ya completamente reparados, y si no fuera por la pérdida de vidas, a los habitantes de Tokio nos parecería un sueño que una vez ésta urbe de aspecto poderoso fuera atacada por un monstruo sin nombre hijo por igual de la imprudencia humana y de la venganza de la Naturaleza, que la ciudad más activa y próspera del mundo quedara indefensa ante una amenaza desconocida que vino del mar, que una vez sus calles y sus casas fueran holladas por la amenaza del Pato con Botas.

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